FORJADORES DE MÉXICO: DOROTEO ARANGO, EL OTRO PANCHO VILLA (4a. y última parte).
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Rafael Urista de Hoyos / Cronista e Historiador
Doroteo fue un niño y un adolescente precoz; su circunstancia siempre lo obligó; fue el auxilio económico de su familia desde los ocho años de edad y sostén de la misma desde los doce; logró una experiencia acumulada de un hombre fogueado, a la edad de diecisiete años; lo que hacía que bajo su juvenil apariencia, se ocultara el hombre maduro, sensible y astuto que Doroteo llevaba dentro; pero era su fuerza interior la que alimentaba su cuerpo, quien sabe en que endemoniada forma, la que le daba vigor y esa resistencia difícil de adivinar a primera vista; un genio oculto y una voluntad de acero, lo hacían ya, un sujeto único en su especie. Habrían de pasar algunos años, antes que él mismo lo descubriera.
Apenas había durado tres días con los suyos, después de ser liberado por el ejército, cuando había sido aprehendido de nuevo por los rurales; y como en un sueño, ya estaba entrando a la penitenciaría de Durango; al mismo tiempo que ya planeaba como fugarse de ahí. A Doroteo no dejaba de influirle temor y hasta miedo la ralea de individuos que ahí estaban pero sabía sobreponerse; desde muy pequeño lidiaba con hombres mayores y más fuertes que él y ahora, ya tenía estatura y peso suficientes para hacerse valer, pero sobre todo tamaños y astucia para ello sobre todo astucia.
Los primeros días se mostró risueño y despreocupado, “granjeador” con los celadores y jefes de la prisión. Bastaron dos meses para que le empezaran a tener confianza, estaba muchacho y lo juzgaban más inocente de lo que aparentaba; mientras, él les mostraba interés en sus pláticas y sus vidas. Un día, don Ramiro, el jefe de los celadores, le avisó que iban a llevarlo a él, junto con otros prisioneros, a labores de fajina (trabajo) a las calles en donde les daban oportunidad de pedir “ayudas” en los domicilios particulares. Uno de esos días trabó amistad con una mujer que lo recibió todos los días que andaba de fajina con una buena comida y bebida. Una fresca mañana de finales de agosto María de Jesús, que así se llamaba la viudita, lo recibió como siempre, tomó alimentos en el umbral de la casa, hasta que pasó el sargento llamándolo para seguir el rastro.
Cuando el sargento se retiró llamando a los demás presos, Doroteo entro a la casa y con toda rapidez María de Jesús, que lo ayudaba en su plan de escape, le proporcionó un pantalón y una camisa limpia además de zapatos y calcetines y un juego de ropa interior, ropa que había pertenecido a su finado marido. Esperó a que se hiciera de noche y con el caballo, la pistola y el sombrero también del finadito, salió por la parte trasera de la casa montando el caballo tranquilamente. Moderó el paso del caballo al cruzar por la ciudad de Durango pues en los días de fajina se había fijado bien en las calles que llegaban a las afueras de la población, y apenas cruzó el límite de la ciudad echo el caballo al galope y luego a la carrera. Procuró caminar toda la noche y descansar de día mientras el caballo pastaba situándose en cualquier loma alta que encontrara a los lados del camino y que le permitía sestear (dormir) a ratos. Amanecía cuando Doroteo llego a las faldas de su Sierra de La Silla. Comenzaba de esta manera la carrera de salteador y bandido de Doroteo Arango.
A partir de ese momento, villa vivió como un forajido en las montañas de Durango, constantemente perseguido por las autoridades. El cuenta como, con una habilidad casi sobrenatural, a los dieciséis y diecisiete años, logró una y otra vez burlar a sus perseguidores. Pocos meses después de su fuga de la penitenciaría de Durango a las montañas, lo detuvieron tres hombres que lo llevaron a la cárcel de San Juan del Río; el joven Arango estaba convencido de que en poco rato lo fusilarían como lo hicieron una vez con su amigo de la infancia Francisco Benítez. Sin embargo, a eso de las diez de la mañana del día siguiente, lo sacaron para que moliera un barril de nixtamal. Con la mano del metate Doroteo golpeó al guardia que tenía más cerca, huyo de la prisión y logró escapar a la montaña de Los Remedios, situada en la cercanía.
Unos meses más tarde, en octubre de 1895, fue apresado de nuevo. Esta vez logró fugarse de una manera más espectacular. Diete guardias rurales lo hallaron dormido en un maizal y lo conminaron a rendirse. Doroteo no se resistió, pero sugirió a sus captores que tatemaran unos elotes antes de llevarlo a la cárcel de la ciudad. Sus captores tenían hambre, eran siete y no tenían porqué temer al muchacho que habían capturado, así que accedieron. De lo que no se dieron cuenta de que Doroteo tenía una pistola bajo su cobija y su caballo pastando ahí cerca. Mientras dos de ellos recogían leña y otros dos cortaban las mazorcas, Doroteo sacó su pistola, comenzó a disparar contra los tres restantes corrió a su caballo y escapó.
Doroteo recorría de la sierra de Gamón a la sierra de La Silla constantemente, y de esa manera se fue quedando en hilachos; sin calzado, pantalón y camisa; batallaba para conseguir ropa porque el uso rudo a que estaban sometidas las desgastaba con facilidad. Mechudo, roto, barbón y sucio; con el ánimo a la baja, el cuerpo maltratado y siempre aislado y perseguido; Doroteo había desarrollado el instinto del animal salvaje. Hubo épocas en que Doroteo sólo comía quiotes, nopales, verdolagas, calabazas silvestres y pequeños animales. Lidió piquetes de arañas, moscos, víboras y alacranes; disputando siempre los lugares con lobos, pumas y gatos monteses; cuando no con jabalíes, tejones y coyotes. El agua para beber a veces era de corriente cristalina de arroyo o de río; y otras veces de charcas puercas y presones, que Doroteo colaba con su pañuelo igualmente sucio. Lo más terrible era el invierno, Doroteo empezaba a padecer reumatismo; y aunque algunas veces había logrado llegar hasta La Coyotada sin ser visto y disfrutar de su madre y sus hermanos, lo más duro para él, era tener como prisión permanente, la soledad de las sierras del Gamón y de La Silla. La soledad y el aislamiento era su mayor y silenciosa tortura.
Fueron su amigo Jesús Alday, quien por idea propia, o de don Pablo Valenzuela, que tenía negocios algo turbios con algunos salteadores, los que decidieron contactar a Doroteo con el célebre bandido y salteador Ignacio Parra y con su socio el “jorobado” Refugio Alvarado. Circunstancia beneficiosa para Doroteo, en cuanto a la compañía e instrucción que tendría, para sobrevivir en el hostil ambiente del delincuente perseguido; pero que también lo habría de convertir en un depurado agente antisocial de gran peligrosidad.
Mientras cabalgaba en unión de aquellos dos bandidos, mil pensamientos invadieron a Doroteo; el recuerdo de su madre, su deseo de ser comerciante honesto y de establecerse para mejorar a su familia; en su niñez nunca soñó ser cuatrero, ladrón, asaltante y asesino. Hasta ahora, sólo el robo de ganado había sido intencional. Ahora, si tenía sangre en las manos, había sido por defenderse primero, y luego por accidente. Sin embargo, a partir de ese momento, los robos y las muertes serían totalmente intencionales, ya no había pretexto válido para cometerlos, y estos dos señores, se lo acababan de aclarar: “oiga gûerito, si uste quiere andar con nosotros, se requiere que lo que le “mándemos” haga. Nosotros sabemos robar y matar; se lo advertimos para que no se asuste”. Y en un ánimo de “no rajarse”, también lo acababa de aceptar; el temor de quedarse sólo para enfrentar la justicia, lo obligaba a todo, y a pesar de ser matrero y entrón, unca había sido despiadado; y el sabía que de aquí en adelante tendría como único y mayor defecto, ser desalmado donde se requiriera. Un homicida sin conciencia, que debía aventajar a otros si quería sobrevivir y ser respetado entre esa ralea de criminales y con un cómodo: ”sea lo que Dios quiera” terminó su reflexión. Así iniciaría Doroteo Arango, una etapa de su vida llena de crueldad, abusos e infamias.
Ignacio Parra y su gavilla, de la que Doroteo formaba parte, cometerían multitud de asesinatos y robos; talarían sementeras, incendiarían pastos y cosechas, mataría caballos sementales, burros manaderos y yeguas; y no se detendrían ante uno de los crímenes más repugnantes, la violación de mujeres de las que Doroteo nunca participó, recordando a su querida madrecita. El móvil no solamente era el robo, eran también agresiones por contrato, que ejecutaban con frialdad y crudeza. A tales alcances llegaba, que muchos hacendados, por el profundo temor que les infundía, tenían contratadas guerrillas de pistoleros para su seguridad personal y la guarda de sus intereses. Y de todas aquellas aguas, bebía Doroteo, como el mejor de los sicarios de Parra; aunque años más tarde, revelaría que el nunca fue, ni era afecto de abusar de las mujeres.
=El 8 de mayo de 1898, Parra y su pandilla atacaron la “tienda de raya” del mineral Guadalupe y anexas. El administrador y seis peones hicieron fuego sobre los atacantes, rechazándolos. En venganza, los bandidos prendieron fuego a uno de los cuartos de la hacienda habiendo cundido el fuego a toda la hacienda.
Habían pasado casi dos años con aquellos hombres y parecía un día. Llegó casi en calidad de mozo y ahora estaba en calidad de igual. El aprendizaje para él había sido fructífero: de herbolaria práctica: la hierba “cola de coyote” para curar las heridas; las hojas de primavera para los sangrados nasales; la raíz de “tumba vaquero) para fortalecer el corazón; la flor de “tabachín”, contra la tos; la sangre de grada para amacizar los dientes y mejorar la coagulación; las barbas de elote para la inflamación de los riñones; el “simonillo” para la bilis; la sábila en cataplasma para extraer la pus y curar las infecciones; el nopal para el estreñimiento; y otras curaciones como la miel virgen para las quemaduras e infecciones; y muchas otras.
Había perfeccionado sus conocimientos para “huellar”; y conocer los rastros de carros, carretas y animales; tiempo transcurrido desde que se hizo la huella. Sangrías a los animales y técnicas y procedimientos de los hombres del campo. Aprendió a conocer el clima por la observación del cielo y del viento según el mes y la luna; saber la hora según la posición del sol; a observar las estrellas para guiarse y cocinar con lo que hubiera. Se fascinaba escuchando al “jorobado” Refugio hablar sobre la historia de México, de Hidalgo y don Benito Juárez, de la grandeza de México y sus riquezas; de la dictadura porfirista y la concentración de capitales en pocas manos. De la importancia de la educación y la preparación de los niños como el mejor tesoro de la patria; y de la necesidad de igualar a la población en el nivel económico; y de tener un país sin marginados ni ultrarricos lo que los eruditos llamaban “justicia social”.
A Doroteo en ese tiempo no le preocupaba el reparto de la tierra en sí, sino la equidad del nivel económico, el derecho a la salud, la educación y una justicia real y equitativa para todos; pues ya Refugio Alvarado les pronosticaba una revolución en México; las condiciones del pueblo eran tan miserables, que pronto muchos como ellos se juntarían y revolucionarían para derrocar a Díaz y su sistema de caciques y latifundios; les decía que había que estar preparados. De haber un movimiento armado, él estaría ahí, luchando por mejorar su patria y sus hermanos de raza. Doroteo en el fondo era un romántico empedernido; no le atraía el dinero ni el poder, sino arreglar su mundo; ese mundo que el creía podía mejorar y corregir a punta de fusil y de pistola, y ser él, Doroteo Arango, el que lograra tal empresa y ser reconocido por ello. Nadie se sorprenderá de que Doroteo Arango y Pancho Villa después, fue siempre un hombre de lucha que se formó y vivió como un proscrito de la sociedad, acicateado por el hambre y la persecución desde adolescente, tuviese que matar y supiese manejar el revólver, la daga, la carabina y el corcel con destreza y contar con un sexto sentido para reconocer el peligro; como hacen los animales.
Dos años anduvo con la gavilla de Ignacio Parra, hasta que se separa de ellos por diferencias en cuanto al proceder de Parra, que asesinaba a gente sin mediar ningún motivo para hacerlo, y sólo por el gusto de matar. De ahora en adelante Doroteo Arango ya tenía suficiente experiencia para formar su propia pandilla de forajidos, que en algún momento llegó a tener hasta 60 hombres fuera de la ley. Los asaltos robos y asesinatos se fueron acumulando a tal grado que el gobierno del Estado de Durango pidió y logró que el ejército mexicano coordinado con todas las fuerzas del Estado, persiguiera y lograra dispersar a la pandilla del ya famoso Doroteo Arango.
Doroteo pensó que lo mejor era una cuadrilla pequeña que pudiera burlar a los perseguidores por medio de una especie de guerra de guerrillas, estrategia que Doroteo aprendió de los indios yaquis y mayos cuando los combatió de leva militar. De esa forma la pandilla de Doroteo empezó una serie de actividades delictivas que las autoridades nunca pudieron detener: robo de mulas en Canatlán, robo de bueyes en la hacienda de Ayala, robo al juzgado de letras, robo a la tienda de Patiño, robo a la tienda Menrozqueta, robo a la estación de ferrocarril, asalto al rancho de Ramón Reyes Chávez, asalto en el rancho del Pozole, asalto en el partido de San Juan del Río, asalto a la población de Pánuco de Coronado, asesinato de los hermanos Arreola, asalto a la hacienda de San Lorenzo de Calderón, asalto al rancho Gigantes, asaltos a la hacienda de Cacaria, asalto al rancho de la Estancia Blanca, asalto al rancho del tesgüino, asalto al rancho del Saúz de Arriba, asesinatos y asaltos al correo de Durango.
Antes de cambiarse el nombre definitivo de Francisco Villa, Doroteo adoptó muchos alias, según lo exigían sus actividades delictivas: Doroteo Félix, Juan López, Arcadio Regalado, Rayo Saucedo, Salvador Heredia, Adolfo Castañeda, Antonio Flores, Alfredo Rodríguez, Cruz Gómez, Matías Parra, José Loya, Feliciano Santana, Timoteo Castañeda, Francisco Lozoya, Francisco López, Alfredo Villa y el último Francisco Villa. Éste último nombre Doroteo no lo consideró un simple alias como los otros, ya que sabiendo que su abuelo paterno don Antonio Arango había sido hijo ilegitimo de don Jesús Villa y por esa razón él y toda su familia debían llevar el apellido Villa, y el nombre de Francisco lo adoptó en memoria de su gran amigo de la adolescencia Francisco Benítez, quien había sido fusilado por abigeo en su misma presencia.
Don Victoriano Ávila era amigo y compadre de don Abraham González. Don Abraham era el fundador y presidente del club antirreeleccionista “Benito Juárez”, de Chihuahua creado en julio de 1909; era hombre de don Francisco I. Madero, el candidato opositor del dictador general Porfirio Díaz. Don Abraham tenía ya una relación de los hombres al margen de la ley en el Estado, propios para la rebelión y el levantamiento en armas; y Doroteo Arango, en su alias de Francisco Villa, encabezaba la lista; el mismo Madero tenía conocimiento de esos nombres y la estrategia, sólo faltaba contactarlos y comprometerlos.
El jueves 17 de noviembre de 1910 Doroteo Arango, ya con el nombre de Francisco Villa, se reunió por octava y última vez con don Abraham González y éste, después de cenar, les anuncia a Villa y acompañantes la llegada del momento para iniciar la campaña. Don Abraham estaba emocionado, llevándoles copias del “Manifiesto a la Nación” que a principios de noviembre se da a conocer al mundo como Plan de San Luis y de su autor don Francisco I. Madero. Había sido fechado el 5 de octubre de 1910, último día que Madero estuvo encarcelado en San Luis Potosí. A don Abraham no se le olvidó recordar lo más importante para aquel grupo de bandoleros, “el perdón de todos sus delitos por escrito”; si la revolución triunfaba; motor y razón de la lucha, para todos aquellos delincuentes, que con esa lucha, deseaban reivindicarse ante la sociedad y la ley.
Doroteo Arango estaba a punto de entrar en la Revolución mexicana y su historia, como muy pocos hombres han podido hacerlo. Con el triunfo de la Revolución Maderista, y el perdón otorgado por sus crímenes, Doroteo Arango, había muerto; ahora existía sólo Francisco Villa, que amnistiado, iniciaría laborando como un pequeño burgués de nuevo cuño, dedicado al comercio legal de ganado; para muy pronto transformarse en un líder social; un revolucionario consciente de su tarea, su fidelidad y compromiso con el pueblo de México. Un verdadero caudillo; todo el mundo habrían de conocer su nombre y su leyenda; la que galoparía alrededor del orbe; el bandido, el facineroso, el robavacas, estaba muerto. Pero si bien Francisco Villa estaba vivo y actuante, con poder y renombre, se lo debía por completo al legado que le había dejado el gûero Doroteo Arango; la fabulosa gerencia que llevaba como sustento; piedra basal y cimiento de su ser y pensamiento; todas las cualidades y los grandes defectos estaban ahí; había que atemperar y reprimir los grandes defectos y exaltar las virtudes; Francisco Villa no podía darse el lujo de actuar como el extinto Doroteo; aunque éste subyaciera el resto de su vida en él; y a veces a flor de piel.
Extracto del prólogo del libro “Francisco Villa y la Revolución” del General Federico Cervantes:
La recia y marcial figura del general Francisco Villa ha sido objeto de vilipendio por parte de sus resentidos enemigos, los ataques con que destruir su reputación de extraordinario revolucionario, de han fincado en asegurar que si de joven fue un bandolero, como tal siguió siendo en la Revolución: cruel, desleal e inconsciente.
Pancho Villa fue, como la mayor parte de los revolucionarios, un producto del bajo pueblo; careció de la oportunidad de cultivarse y, como perseguido, se desarrolló en una época de injusticias. En la Revolución, como en toda revuelta popular, los frenos morales son rotos, y el hombre, casi vuelto a la barbarie, lucha con violencia y hasta con desesperación contra los opresores.
Cargado con el fardo de todos los prejuicios del pueblo, pero dotado de sus más relevantes cualidades y de una inteligencia avivada por el peligro, Villa no fue ni aspiró a ser caudillo político; fue un gran conductor de hombres, un defensor de los oprimidos y un vengador de la injusticia social. Su sanguinarismo, análogo a l de la mayor parte de los jefes revolucionarios, se explica por la legítima defensa personal o como la aplicación de una defensa primitiva, allí donde no había leyes ni justicia legal.
Francisco Villa pisó los umbrales de la gloria, que por su rudeza e irreflexión no llegó a conquistar; pero si conquistó el amplio y pintoresco campo de la leyenda nacional y quedará en el alma popular para siempre.
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